La iniciativa conjunta a las áreas de Etnografía, Restauración y Digitalización del recinto, para generar una base de datos que dé pie a diversas líneas de estudio
*** Poco más de un millar han sido motivo de limpieza y restauración, registradas, fotografiadas en alta resolución, embaladas y cuentan con una ficha catalográfica
Las máscaras son más que ese popular objeto del deseo de coleccionistas, entrañan las variadas realidades de sus culturas creadoras, su sentido lúdico y festivo, las formas de la danza, las prácticas funerarias, su percepción sobre la vida y la muerte, un espejo de su historia. Hace tres años, el Museo Nacional de Antropología (MNA) emprendió un proyecto integral alrededor de las aproximadamente mil 300 máscaras de distintos grupos etnolingüísticos de México, que tiene bajo su resguardo.
Como explica el antropólogo Leopoldo Trejo Barrientos, responsable de esta iniciativa que integra a las áreas de Etnografía, Restauración y Digitalización del museo, las máscaras tienen un significado interdependiente, son parte de un sintagma mayor que las determina y les da sentido, son parte del vestido que porta el sujeto, del atuendo y el efecto que provoca en el carnaval o danza, en el ritual o en la tradición.
“La importancia de la máscara se da en términos rituales. Suele asociarse máscara con rostro, sin embargo, es cualquier cosa que cubra el cuerpo, por eso hay máscaras de cintura, de cabeza, de rostro, incluso en algunos grupos, como los rarámuris, los huicholes y los coras, la pintura corporal cumple con esta función: tener otro cuerpo sobre el propio, y eso supone una lógica ritual muy distinta a la nuestra”.
Aunque existen colecciones más numerosas en el país, por ejemplo las más de cinco mil con que cuenta el Museo Rafael Coronel, en Zacatecas; el acervo de máscaras del Museo Nacional de Antropología es significativo y representativo, porque lejos de la perspectiva imperante de su apreciación meramente estética como “arte popular mexicano”, este proyecto integral pretende generar una base de datos que dé pie a los más diversos estudios sobre las mismas.
El maestro Leopoldo Trejo, curador de la sala etnográfica Culturas del Golfo de México del MNA y sus correspondientes colecciones, comenta que la procedencia de las máscaras custodiadas en el museo es sui géneris. Algunas datan de mediados del siglo XIX (entre las más antiguas se hallan algunos ejemplares purépechas y nahuas) y se integraron originalmente a los acervos del viejo Museo Nacional de la calle Moneda; y desde 1964, cuando abrió sus puertas el MNA, casi 80 por ciento son producto de donaciones particulares o adquiridas para el museo por sus investigadores-curadores.
A cargo de la organización y embalaje de la colección de máscaras se encuentra Sergio Torres Quintero, profundo conocedor del acervo etnográfico, quien refiere que estas piezas pueden convertirse en testimonios únicos, como un par procedente del antiguo Museo Nacional que pertenece a grupos extintos de Sinaloa: una máscara de pascola “bailada” por los ocoroni y una cabeza para danza de Venado, de los guasave.
Sobre las donaciones de particulares, menciona las hechas por el historiador, politólogo y ensayista Daniel Cosío Villegas, el artista plástico Carlos Mérida y el etnógrafo y fotógrafo Donald Cordry, este último un apasionado coleccionista y conocedor del tema, pocos días antes de morir en 1978 terminó Mexican mask, en la que describe las técnicas de su manufactura, analiza su simbolismo, sus funciones religiosas y usos sociales.
El proyecto integral comenzó a mediados de 2015, generando un espacio exclusivo para estas piezas que anteriormente compartían sitio con objetos de cerámica, madera y laca. Ahora están concentradas en una sola unidad, organizadas según el grupo etnolingüístico. La iniciativa arrancó con las colecciones: totonaca, huasteca, tepehua, zoque y popoluca, y continuó con las impresionantes máscaras de los grupos purépecha y nahua.
“Hay grupos de los que tenemos más o menos colección de máscaras, dependiendo las circunstancias históricas o de investigación, también hay zonas más investigadas que otras, o bien, existen grupos como los mayas de la península de Yucatán, que no las usan.
“Cuando una persona utiliza una máscara en su contexto social, está usando el cuerpo de un ser diferente a él. Entre los otomíes de la sierra de Hidalgo-Puebla, una vez terminado el carnaval, quien portó una máscara debe dejarla en el cementerio porque está cargada de los malos aires, de daño. Para que tenga sentido, la máscara siempre representa una alteridad, otros seres no humanos”, explica el investigador Leopoldo Trejo.
Hasta el momento, poco más de un millar de máscaras y algunos tocados han sido motivo de limpieza y restauración, debidamente registradas, fotografiadas en alta resolución (con once tomas distintas) a través del Proyecto de Digitalización de las colecciones del museo —a cargo de Vanessa Fonseca Rodríguez y con en apoyo de Canon Mexicana— y embaladas en guardas especiales libres de ácido.
Los curadores de cada sala etnográfica son los responsables de llenar las fichas con información sobre el contexto en que es utilizada la máscara, datos técnicos: números de catálogo e inventario, grupo étnico, procedencia, tema/iconografía, material, técnica y dimensiones.
“El fin de este proyecto es generar una base de datos que pueda estar disponible en la página del MNA, y convertirse en una herramienta de investigación mediante la cual podamos recibir incluso más información de los ejemplares. El panorama ideal será colocarlas sobre un mapa y estudiar, por ejemplo, rutas estilísticas o cambios en el tiempo; son impresionantes las correlaciones que se pueden hacer alrededor de estos objetos”, precisa el antropólogo Leopoldo Trejo.
Frente a las largas barbas de una máscara de pascola, hechas con crines de caballo, el restaurador perito Sergio González García, quien ha llevado a cabo la limpieza y restauración de poco más de mil máscaras, indica que el avance se ha dado mediante lotes de aproximadamente 50 de ellas, cada trimestre, “aunque algunas pueden tardar más en el proceso.
“Son piezas usadas en fiestas y rituales, están “bailadas” —como dicen los investigadores—, por ello tratamos de respetar esas marcas de uso. Nuestra guía para intervenir es su fotografía de ingreso a la colección, a partir de ahí distinguimos lo que es mugre o pátina, cuál es una alteración de origen, si fueron ensuciadas a propósito para darle cierto aspecto, si tenían roturas o restauraciones hechas por sus dueños”.
Lo más importante es la estabilidad de los materiales, algunas sólo requieren limpieza superficial, pero otras necesitan una consolidación previa, por ejemplo las máscaras de cartón que llevan un encalado; cuando tienen pintura y dependiendo de su naturaleza, se usa agua/Canasol o algún solvente no polar para evitar su decoloración.
En los anaqueles donde se resguardan, una máscara de perro usada en la Judea cora hace 50 años, es vecina de una similar de 1999, evidente por el uso de tonos chillantes; un diablo regordete que salía a danzar en las calles de algún pueblo de la Costa Chica, lo es de una máscara de madera, pelo de puerco espín y caparazón de venado, que para los mixes del Istmo de Tehuantepec representa al dios Majahua.
Leopoldo Trejo, a quien aún se le pone la ‘piel de gallina’ al pensar en el devastador incendio del Museo Nacional de Brasil, concluye que “suele pensarse en los museos en función de sus vitrinas, cuando su mayor riqueza está en los acervos que proceden de pueblos socialmente marginados. Como investigadores nos toca demostrar al pueblo mexicano que esas culturas no pueden ser marginadas culturalmente porque no hay forma de poner a una cultura sobre otra”.